Fuente: "Escritos Revisionistas. 1974-1998" Robert Faurisson.
Es falso que, como algunos se atrevieron a afirmarlo durante mucho tiempo, haya existido orden alguna de Hitler o de alguno de sus próximos colaboradores de exterminar a los judíos. Durante la guerra, algunos soldados y oficiales alemanes fueron condenados por sus propios tribunales militares, y a veces fusilados, por haber matado judíos.
Es bueno que los exterminacionistas, es decir aquellos que creen en el exterminio de los judíos hayan terminado, rendidos, por reconocer que no se encuentra rastro de ningún plano, de ninguna instrucción, de ningún documento relativo a una política de exterminio físico de los judíos y que, de la misma manera, hayan admitido por fín que no se encuentra rastro de presupuesto alguno para semejante empresa ni de ningún organismo encargado de llevar a cabo tal política.
Es exacto que los judíos conocieron los sufrimientos de la guerra, del internamiento, de la deportación, de los campos de retención, de los campos de concentración, de los campos de trabajo forzado, de los ghettos, de las epidemias, de las ejecuciones sumarias por toda clase de razones; también padecieron represalias o incluso masacres, porque no hay guerra sin masacres. Pero es también exacto que todos esos sufrimientos los padecieron de igual manera otras naciones o comunidades durante la guerra y, en particular, los alemanes y sus aliados.
Es bueno que los exterminacionistas por fin hayan concedido a los revisionistas que los jueces del Proceso de Núremberg (1945-1946) aceptaron como verdaderos, hechos que eran de pura invención como el cuento del jabón fabricado con la grasa de los judíos, el cuento de las pantallas de lámparas hechas de piel humana, el de las «cabezas reducidas», el cuento de los gaseamientos homicidas de Dachau; y sobre todo es bueno que los exterminacionistas hayan reconocido por fin que el elemento más espectacular, más espantoso, más significativo de ese proceso, es decir la audiencia del 15 de Abril de 1946 en la que se vio y se escuchó cómo un ex-comandante del campo de Auschwitz (Rudolf Höss) confesó públicamente que, en su campo, se había gaseado a millones de judíos, fue sólo el resultado de las torturas aplicadas a éste. Dicha confesión, presentada durante tantos años y en tantas obras históricas como la «prueba» N° 1 del genocidio de los judíos, los historiadores, al menos, la echaron al olvido.
Es una suerte que algunos historiadores exterminacionistas hayan reconocido por fin que el famoso testimonio del SS Kurt Gerstein, elemento esencial de su tesis, no tiene valor alguno; es detestable que la Universidad francesa le haya retirado al revisionista Henri Roques su título de doctor por haberlo demostrado en 1985.
Es patético que Raúl Hillberg, el Papa del exterminacionismo, se haya atrevido a escribir, en 1961, en la primera edición de The Destruction of the European Jews, que habían existido dos órdenes de Hitler de exterminar a los judíos, para luego declarar, a partir de 1983, que dicho exterminio se había realizado por sí mismo, sin ninguna orden ni plan sino a raíz de «un increíble encuentro de las mentes, una transmisión de pensamiento consensual» dentro de la vasta burocracia alemana. R. Hillberg sustituyó así la imputación gratuita por la explicación mágica (telepatía).
Es bueno que por fín los exterminacionistas hayan abandonado más o menos, en la práctica, la acusación, fundamentada en «testimonios», según la cual existían cámaras de gas homicidas en Ravensbrück, en Oranienburg-Sachsenhausen, en Mauthausen, en Hartheim, en Struthof-Natzweiler, en Stutthof-Dantzig, en Bergen-Belsen...
Es bueno que la cámara de gas nacionalsocialista más visitada del mundo —la de Auschwitz I— haya sido reconocida por fin, en 1995, por lo que era, es decir una fabricación. Es una suerte que se haya admitido por fin que «AHÍ TODO ES FALSO» y, personalmente, me alegro de que un historiador que forma parte del establishment oficial haya podido escribir: «A finales de los años 70, Robert Faurisson explotó esas falsificaciones tanto mejor cuanto que los responsables del museo mostraban entonces reticencias en reconocerlas» . Me alegro cuanto más que la justicia francesa lo había condenado, de manera inicua, por haberlo dicho.
Es una suerte que la «cámara de gas» en ruinas, que forma parte del Krematorium II de Birkenau (Auschwitz II), pueda servir sobre todo para demostrar «in vivo» y «de visu» que jamás hubo «Holocausto», ni en ese campo ni en otra parte. En efecto, según los interrogatorios de un acusado alemán y según fotografías aéreas «retocadas» por los Aliados, el techo de aquella cámara de gas habría contado con cuatro aberturas especiales (de 25 x 25 cms., precisaban) para verter el Zyklon. Ahora bien, cualquiera puede darse cuenta en ese lugar de que ninguna de esas aberturas existe ni jamás existió. Siendo Auschwitz la capital del «Holocausto» y ese crematorio en ruinas el punto clave del exterminio de los judíos en Auschwitz, pude decir en 1994 —y la fórmula parece haber dado frutos en las mentes—: «No Holes, No "Holocaust"» (Si no hay agujeros, no hay «Holocausto»).
Es una suerte igualmente que se haya invalidado así una sarta de «testimonios» según los cuales aquellos gaseamientos habían existido y es, al mismo tiempo, en extremo lamentable que tantos alemanes, juzgados por los vencedores, hayan sido condenados y a veces ejecutados por crímenes que no pudieron haber cometido.
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